Estoy en un espacio al aire libre. Supongo que es día de San Valentín, porque todos llevamos globos con forma de corazón. El mío es un regalo que Zoila me ha dado; es rojo, enorme, tiene adheridos otros globos ya sin gas; tengo la impresión de que yo los puse ahí. Intento tomarle una fotografía, pero no me gusta cómo sale. Aparece Zoila y un compañero de la secundaria. Casi no les pongo atención, pues toda está concentrada en mi globo y su foto.
Le aviso a mi amiga que soltaré el regalo, me da un poco de pena, porque puede pensar que no me gustó; sin embargo, le explico que de ese modo podré tomarle la foto, recordarlo. Lo suelto, pero se eleva con tanta rapidez que no logro aprehender su imagen con mi celular. Entristezco. De pronto el globo se convierte en papalote, gira a la derecha, se empina y vuela hacia abajo. Luego se vuelve una especie de carpa, finalmente deviene un juego inflable, en que unos veinte niños se pelean por subir. Estoy segura que la cosa volará, que por ello son tan grandes las ganas infantiles de abordarla. Me acerco a los niños y digo en voz alta: “levanten la mano los que no se han subido,” para elegir quiénes lo harán; a final de cuentas es mi juego.
Le aviso a mi amiga que soltaré el regalo, me da un poco de pena, porque puede pensar que no me gustó; sin embargo, le explico que de ese modo podré tomarle la foto, recordarlo. Lo suelto, pero se eleva con tanta rapidez que no logro aprehender su imagen con mi celular. Entristezco. De pronto el globo se convierte en papalote, gira a la derecha, se empina y vuela hacia abajo. Luego se vuelve una especie de carpa, finalmente deviene un juego inflable, en que unos veinte niños se pelean por subir. Estoy segura que la cosa volará, que por ello son tan grandes las ganas infantiles de abordarla. Me acerco a los niños y digo en voz alta: “levanten la mano los que no se han subido,” para elegir quiénes lo harán; a final de cuentas es mi juego.
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